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Los muertos siempre regresan del escritor Augusto Rodríguez




Por Iván Oñate

Prólogo

Es ya clásica y muy extendida aquella diferenciación cortazariana donde sostenía que tanto la novela como el cuento debían resolver su eficacia entre las cuerdas de un match de box: mientras la novela podía ganar el combate por puntos, al cuento, inexorablemente, le quedaba la misión de ganarlo por KO. Ciertamente, una bella metáfora, una magnífica comparación donde se condensan dos rasgos esenciales y definitorios de la identidad de un cuento: su brevedad y su intensidad. Precisamente dos atributos que se destacan en la narrativa de este escritor guayaquileño Augusto Rodríguez.
En alguna ocasión Faulkner aseveró que escribía novelas porque se sentía incapaz de escribir cuentos. Más allá de la conmovedora modestia de este autor de cuentos tan inolvidables para la narrativa universal, he querido rememorar esa declaración porque en repetidas ocasiones he escuchado decir a algunos críticos y estudiosos de la literatura que consideran al cuento como la antesala, el campo de entrenamiento, la gimnasia obligada para lanzarse a aventuras más serias y prolongadas en el tiempo como la factura de una novela. Desde luego, no pretendo negar ni desconocer que muchos novelistas hayan empezado su carrera por el género cuentístico, tampoco que sea una estrategia válida para muchos escritores en ciernes. Lo que no es válido aceptar, es el hecho de que se considere al cuento como un género menor, menor por sus propósitos, menor —y esto es lo más deplorable— por su número de páginas.
Ciertamente que sobre el cuento conocemos su efecto, su eficacia, pero muy poco sobre las leyes que lo determinan. En otras palabras, es muy difícil extender y generalizar recetas para lograr un buen cuento. Lo que es válido para uno puede resultar nocivo para el siguiente. Por cierto que algunos escritores como Horacio Quiroga nos han facilitado un decálogo de coordenadas para no perdernos en sus laberintos, decálogo que a otros cuentistas como Cortázar les parece una sonrisa irónica lanzada sobre quien quiera aplicarlo. En definitiva y en buena hora, no podemos racionalizar y menos estandarizar las leyes que rigen su precioso mecanismo de misterio. Esta otra virtud de Augusto Rodríguez.
En cambio, el terreno donde han florecido y dado ingeniosos frutos es el momento de sus comparaciones y diferencias. Pero quizá, lo que nos corresponde a los escritores y a los lectores de este género, justamente, es establecer el origen de estos dos rasgos, en una palabra, establecer su epistemología. Honrado por la tarea de escribir el prólogo para el talentoso libro de cuentos de un joven poeta ecuatoriano, he dedicado algunas horas en revisar viejos cuadernos de apuntes, viejos libros con innumerables anotaciones y comentarios borroneados en sus márgenes. Prácticamente todos los escritores y estudiosos del género cuentístico coinciden en señalar los rasgos ya anotados: brevedad e intensidad, virtudes que, para mi dicha, se encuentran en esta obra “Los muertos siempre regresan” de Augusto Rodríguez. Tal vez habría que añadir otro rasgo que me parece muy importante: la tensión necesaria que debe recorrer al relato hasta desembocar en el punto final del combate. Precisamente será la tensión unida a la brevedad e intensidad lo que permitirá lograr la exigida esfericidad del cuento. Bola, esfera mágica donde el escritor valiéndose de una fracción o de un segmento de la realidad circunstancial y en una lucha despiadada contra el tiempo y el número de páginas, intentará mostrar la economía, la moral, los tabúes, las utopías, los creimientos o descreimientos, los terrores y anhelos que subyacen en el mundo circundante. Nuestra realidad ecuatoriana, ha logrado brindarnos una magnífica visión de conjunto de lo que somos como país, como serranos y costeños, como hombres y mujeres, como jóvenes y viejos, pero sobre todo, de lo que somos como individuos.

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