Relatar el naufragio
Barridas por los fogonazos de las imágenes, las palabras que baraja en su despeñadero Augusto Rodríguez nunca llegan a posarse en el suelo. Hay un tono encendido. Hay algo arrasador en la secuencia de visiones, en el modo de enumerar, en esos sucesos que se imbrican conformando el puzzle de una pesadilla: “El hombre es una cabeza rota que se incendia por dentro y por fuera… El hombre es una cabeza que se incendia y que no puede apagar el infierno que lleva dentro (…) La palabra es un cuerpo enfermo que siempre expulsa frutas quemadas”.
La lucha entre aquello que se corporiza y lo que se difumina, impone una estructura que trata, con tono sentencioso, de debelar el “ser” desde el inicio del poema: “Las palabras son fantasmas…”, “Mi memoria es un diente roto…”, “El deseo es un ave derretido…”, “Un gato muerto en la calle es…”, “Soy una bala que…”, etc. (el subrayado es mío). Pero aquí, el sino de la unidad parece ser la alteración, como si la posibilidad de “ser” se completara con una transfiguración continua.
El lenguaje parece abrevar en el malditismo de Baudelaire, la escritura-enredadera de Lezama Lima, cierta truculencia de los románticos de fin del siglo XIX y su permanente agonía (dice Rodríguez: “Nada somos en esta tierra que no sea enfermedad que palpita a cada instante y en cada hueso”), el derroche verbal del chileno Pablo de Rokha (el poeta vociferante de El folletín del diablo y Fuego negro), y una textura surrealizante evidenciada en la libertad asociativa.
El poema “La sombra del asesino que desconozco” es una muestra de la atmósfera onírica que prima en los textos y el modo en que Rodríguez arma sus textos con la enumeración como la herramienta recurrente: “Una mentira callada entre tus labios y mis párpados. Una mano difusa que se sacude los animales dormidos. Un tatuaje de amor y de dulces oraciones… Una noche con diecinueve cabezas de vacas arrojadas del fin del mundo. Una lámpara que se clava en los ojos de los ciegos. Un árbol que palpita su hueso húmedo... Una víbora que se moviliza con el humo… Un pez que vuela en la sombra del asesino que desconozco”.
Si en la voz de La enfermedad invisible a ratos toma la palabra el desaliento -“Somos banales piezas de un rompecabezas/ que se destruyen a la orilla del fuego”- en el libro campea una pugna entre la plenitud y la mutilación, de ahí que el reverso de las imágenes solares sean copiosas escenas con predominio de la sangre y el fuego. Juventud y mirada apocalíptica, parece ser un contrasentido. Sin embargo en territorios de la poesía lo que parece antagónico adquiere cierta naturalidad. Más en el tiempo que nos toca vivir.
La enfermedad invisible también remite a lo inefable de la poesía; las palabras que deberían “arrancar nuestros ojos y regalarlos a los viajeros de otros mundos”, trastabillan en un punto ciego. El padecer es la conciencia de un lenguaje que no puede escalar los altos muros de la aflicción, ya que, nos dice el poeta: “Para los que sufren las palabras no existen” (…) “La batalla está ardiendo por dentro”.
En la nueva apuesta de Augusto Rodríguez, la voz habla desde el centro del alud para hacer el relato del naufragio cotidiano. Hay vehemencia y lenguaje de riesgo -elementos infrecuentes en la poesía de hoy- en esta poesía cruzada por el relampagueo de las visiones.
Jorge Boccanera/ marzo/2011
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