Por Iván Oñate
Hace muchos años, entre asombrado y feliz, leí una referencia sobre Borges que con el paso del tiempo empezó a ser abominable. Se trataba de aquella anécdota donde Georgie, a la edad de nueve años, traduce el Príncipe Feliz de Oscar Wilde y lo difunden las páginas dominicales de un periódico de Buenos Aires. Esa misma tarde, la plana mayor de la intelectualidad porteña, periódico en mano y cálidas felicitaciones en el pecho, se enrumba hacia Serrano 2135, la casa de los Borges en Palermo. Lo singular del caso, es que todos los visitantes estaban convencidos de que el traductor era el padre: el señor Jorge Guillermo Borges, y de ninguna manera ese niño de flequillo y pantalones cortos que, en ese mismo momento, jugaba con su hermana Norah a dibujar tigres en un cuaderno. Desde entonces, desde la lectura de aquel equívoco, siempre imaginé el ruborizado esfuerzo del señor Borges por despejar la confusión; por ver desvanecida la piadosa incredulidad en las caras de los amigos y parientes. Lo imaginé, repitiendo una y otra vez que el traductor era su hijo, hasta que por fin (extenuado de tanta explicación), se encierra en un preocupado silencio. Silencio que, en su soledad central, equivalía a aceptar que era el traductor de Wilde. Sospecho que en ese momento, ignorante todavía, el señor Jorge Guillermo Borges se acogía a uno de los postulados fundamentales que en el futuro sostendría su hijo: en el eterno retorno de los tiempos, todo humano terminará siendo todos y, por lo mismo, él también terminaría traduciendo a Wilde.
Sobra decir que en los despreocupados e insolentes años de la juventud, era de rigor genético estar parcializado con este crío de traje marinero y ojos melancólicos como lo muestran los daguerrotipos de la época. No obstante, el tiempo se ha encargado de hacernos aceptar (a mí, como a tantos otros convertidos en padres), que nuestro verdadero destino estaba muy lejos de parecerse al de este niño prodigio; pero sí (y por eso abominable) al del obligado impostor: el otro Borges.
Más allá del fervor inicial y del desaliento posterior que produce esta anécdota, creo encontrar en ella el origen de uno de los juegos más ingeniosos que Borges supo llevar hasta los lindes más insospechados de su arte. En adelante, se obstinará en desaparecer; en ocultar su presencia tras nombres apócrifos o, más sutil y familiar, en inventar otro Borges. "Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica". Efectivamente, desde sus años iniciales, todo lo que Borges toque, todo lo que trabajosamente mire o escuche, se transformará en literatura. En la inquisición de una sospechosa (por no decir afrentosa) realidad, que cede su lugar y substancia al imperio del lenguaje. Lenguaje, con el que supo forjarse un mundo y una mitología muy personal: un absoluto solamente limitado por la verosimilitud de su estética.
Ciertamente, por el prestigio y dones que Borges otorga a la palabra sobre la realidad, se le ha reprochado convertir la filosofía, la ciencia y la religión, en puro artificio verbal: en geometrías del estilo. Es célebre aquel párrafo, donde se lamenta de no haber incluído en una de sus antologías fantásticas a los nombres más severos de la filosofía; de haber omitido a "los insospechados y mayores maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto Magno, Spinoza, Leibnitz, Kant, Francis Bradley". Así mismo (por su desmesurado afán de síntesis, de despachar el fragor de una batalla o el destino de un hombre con la sola intervención de un adjetivo), se le ha acusado de su falta de pasión, de nervio y sangre en su escritura. Se le ha reclamado de no exorcizar sus demonios; de carecer las virtudes y la altura de un maldito que se sabe condenado a la nada. Presumo que no es así. Lo que pasa es que Borges sabía demasiado. Tanto, que no podía abandonarse a las angustias de la nada. ¿Siendo sabio, se puede ser maldito? ¿Se puede, con afectada desesperación, descender hasta los abismos del remordimiento y esconder la cara en el barro de la culpa? Imposible. De ahí, su escepticismo. La sosegada convicción de que era indigno tanto de
Indignidad y escepticismo que, sin lugar a dudas, nacen de su particular concepción del tiempo. Mejor dicho, de sus refutaciones al tiempo. Para este hombre; para este Homero moderno que con su ciego bastón solía recorrer las calles de Buenos Aires, el pasado y el futuro no existen; tal vez el ilusorio presente. Entonces, ¿hay cabida para los tiempos del maldito: la esperanza y el remordimiento?
Por otra parte, esta negación del tiempo (que Aristóteles lo concebía como subalterno del movimiento), va a marcar y definir su estética. Como poeta que es, Borges busca la síntesis. Sus argumentos y personajes no se fatigan con los ripios de la novelística. No se esfuerza en decorar recámaras, o en las supercherías de la acción y el psicologismo. Intemporales, los conflictos borgeanos conocen una sola dimensión: la del presente. Duración instantánea pero ilimitada que abarca todas las edades; todos los atributos, y todas las carencias.
"Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach".
Hasta no hace mucho, yo no lograba explicarme el por qué me era difícil recordar con precisión los argumentos de sus cuentos. De tantas relecturas, sólo me quedaba el vago resplandor de una lucha arquetípica. Al leer la difundida crítica de Sábato (Sobre los dos Borges), he creído encontrar la respuesta: "Al convertirse en pura geometría, el cuento ingresa en el reino de la eternidad. Y cuando lo leemos, ese museo de formas perpetuas asume un simulacro de tiempo, prestado por nosotros mismos, los lectores; y en el momento que la lectura termina, las sombras de la eternidad vuelven a posarse sobre criminales y policías".
Es de suponer que debido a ese préstamo, las relecturas de Borges siempre suscitan interpretaciones disímiles y hasta divergentes. Constataciones abominables o fervores por siempre perplejos. Todo dependerá de la altivez o humillación de nuestra circunstancia. Quizás por eso, en los años de juventud, era fácil suponer que con mucho empeño y algo de suerte, algún día llegaríamos a igualar una de sus páginas. No ha ocurrido así. Cada relectura, pareciera estar hecha para la enumeración de nuestras imposibilidades y torpezas. Sin embargo, en este borrador incesante que es la existencia, todavía cabe una esperanza. Algún día podremos escribir todas las obras, viviremos todos los amores y conoceremos todos los destinos. A condición, claro está, de cumplir un modesto requisito señalado por el mismo Borges: ser inmortales.
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