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El lector sordo

Por Iván Égüez

Ahora se habla de comportamiento lector y no de hábito de lec­tu­ra porque los hábitos –cuando hacen al monje– son mecá­ni­cos, son actos reflejos más que reflexivos. Ese lector compul­sivo, cercano a la bibliomanía más que a la com­pren­sión lectora, es un lector apurado, no placentero. Alguien que lee sólo por enterarse de qué trata algo, o lee todo al pie de la letra es, al menos, un lector incom­pleto. Si carece de sensibilidad literaria siempre será un lector sordo, casi ciego y quasi mudo, porque no sabrá que la lite­ra­tura es una ma­nera de decir tres o cuatro cosas en una.

La lectura de la literatura nos permite mejorar la calidad de la lec­tura en general, es la madre de todas las lecturas por­que nos hace gozar de la lengua en todo su esplendor, pero, sobre todo, porque nos acerca a la signi­ficación del texto más allá del sentido lato de las palabras. Nos en­trena para la com­prensión ca­bal de cualquier otro texto en con­tra de la linealidad del len­guaje, del autori­taris­mo y el Po­der, pues, en el seno de esa ideología en acto, llamada lenguaje, es donde se libra una íntima batalla como repre­sen­tación de la vida escindida esquizo­fré­­ni­camente entre lo vertical, prag­má­ti­co, material y econó­mico por un lado, y lo intui­tivo, es­pon­táneo, impon­de­rable e in­tan­­gible, por otro.

En pos de ese ciudadano lector, activo, creativo, solidario, vamos a esta­ble­cer el ADN de su contrario, del que ejerce la lec­tura incompleta, apu­ra­da, sorda, al tiempo que rigurosa. Tan pedestre y rígida que, como todo rigor, tie­ne algo de rigor mortis:

En la lectura y en el amor es muy prác­tico.

Es un tragón de páginas, es decir de hojas. No le importa devo­rarlas hervidas o crudas, aliñadas o insípidas, frescas o guar­dadas. No las mastica. Las nece­sita para calmar su ansie­dad y su fama de lector percudido. ¿Qué es eso que ha oído por ahí acerca del lector tran­quilo, rumiante, placentero? A él le da igual un soufflé de maca­damias o esos alimentos que vienen en bolitas que parecen de chivo. De am­bos le interesa el nú­mero de calorias que engu­lle, lo cual, desde luego, no es lo mismo que el condumio. Odia el condumio de las pala­bras, las insinuaciones, las segundas intenciones. En la lectura y en el amor es muy prác­tico, siem­­pre le gusta ir al grano. De un brinco despacha el asunto.

Si es una novela sin diálogos y con muchas descripciones, prefiere un resumen de la obra. O alguien que le cuente el final. Si el argumento es la his­to­ria cronológica de los aconte­ci­mien­tos ¿por qué los escritores no la es­criben siempre cronoló­gica­mente y se ahorran el trabajo de tramar su desor­den? Con eso sólo consiguen confundir al lector.

Prefiere las novelas que en su pórtico llevan la adver­ten­cia de que los hechos sucedieron tal cual. O las que pro­claman: “Todo pa­recido es pura coinci­dencia”. Tambièn las que admiten que los nom­bres de los protagonistas han sido cam­biados por razones ob­vias. Pero a éstas las lee con beneficio de inventario, hasta que él pueda averiguar a quién se refiere el autor. Es que tiene una manía con “la verdad de los hechos” y con los libros en clave: cree que los acon­tecimientos verdaderos son los que salen en los periódicos. Es inca­paz de creer en otras verdades que no sean las que todos repiten y forman la sagrada opinion pública.

No le interesan las palabras sino los hechos.

Los hechos, no las especulaciones ni los detalles. Le da igual la cró­ni­ca roja de una anciana asesinada por joven pandillero que Cri­men y castigo, de Dostoyewski.

No, no le da igual, ¿para qué hablar del alma del victima­rio, de su conciencia, de su enfren­tamiento con Dios? Basta sa­ber cuántas puñaladas le asestó. Si huyó o no huyó, si fue a la cár­cel o no. Todo lo demás es superfluo. No le gustan las espe­cu­laciones ni los detalles que no sean el crimen mismo. No entiende que entre la crónica roja –que relata únicamente el hecho crimino­so– y el sórdido e invisible fermen­tarse de las causas y efectos debe haber algunas diferencias.

Lo que él no conoce, simplemente no existe.

Desde su maniqueísmo se confunde con lo que afirma John Barth en un libro que han puesto a su alcance: “La vio­la­ción, la tortura y el te­rror no son más que palabras, lo real son los detalles”. ¿Quién es John Barth? Él (con mayúscula) no ha oído hablar de él (con mi­nús­cula). Él –que lee todos los libros que caen en su mano, todos los titu­lares de los periódicos entre semana y todos los periódicos los domin­gos de cabo a rabo, las revistas, desde las de medicina pre pagada hasta las de mecá­nica popular, los libros de todas las casas de la cul­tura, to­dos los boletines de prensa ­y las reseñas de las edito­riales, las hojas dominicales de los centros comerciales o de las iglesias– no ha oído hablar de ese John Barth, aunque digan que es uno de los es­cri­tores nortea­mericanos más importantes de las últimas décadas. No le bus­ca en el internet porque ahí está todo el mundo, el que es y no es. Si él no lo conoce, simplemente no existe.

Es racionalista y se avergüenza de las emociones.

Es tal su insensibilidad literaria que es incapaz de aceptar las realida­des vir­tuales o imaginarias. No cree en el piso de vero­si­mili­tud en el que se sostiene cada historia. Se considera un hombre bien informado y ningún novelista puede pasarle gato por liebre. Si Reme­dios, la bella, levita, él suspende la lectura y se demuestra a sí mismo que es im­po­sible que un humano se eleve aunque sea con el pensa­miento. LQQD. Sería benigno si pensara que sólo la crónica merece ser leída al pie de la letra, pero lo malo es que cuando se pone a leer los desvaríos de los poetas o las divagaciones de un blog literario, también los lee al pie de la letra, los lee palabra por palabra, diccio­nario en mano y, por ello mismo, no los comprende. ¡Qué falta le hacen los cuadros si­nóp­ticos! Es que cuando se siente en la máxima vena de lec­tura, le da por la poe­sía; mas, para ella carece de oído, de cora­zón, de libido. Se malgasta la maestría ante unos oídos que permanecen sordos, sin percatarse que cada autor, cada texto, es una propuesta de vida, por tanto también de ritmo, de ese tempo molto vivace, o piu andante sostenuto, o allegro non troppo ma con brio, o allegretto e grazioso, presto, majestuoso.

Nietzche, en Pueblos y patrias, dice que los alemanes podrían definir al libro como algo imposible de bailar. «¡Y no digamos ya del alemán que lee libros! ¿De qué forma tan indo­lente, tan a desgana y tan mal los lee? ¡Qué pocos alemanes saben y se precian de saber que en toda buena frase hay un arte, un arte que trata de ser captado, al igual que una frase trata de ser entendida! Basta con no captar el ritmo de una frase, por ejemplo, para que dicha frase no se llegue a comprender. (…) El alemán no lee en voz alta, no lee para el oído, sino sólo con los ojos: lee con los oídos tapados. Los antiguos cuando leían se recitaban para sí mis­mos. En esa época las leyes del estilo escrito eran incluso las mismas que las del estilo oral, y ambas dependian, por una parte, del asom­broso de­sa­rrollo y refinamiento alcanzados por el sentido del oído y por la laringe, y, por otra, de la fuerza, resistencia y potencia de los pulmo­nes antiguos. Entendían que un período constituye, antes que nada, un todo fisiológico en el sentido de que queda contenido en una sola respiración.»

Para quien tiene un tercer oído, leer mal sig­nificaría una enorme tortura. Para quien tiene la oreja en el pecho como en el poema de Morábito, la vida es más vida:

dos orejas: una para oír a los vivos

otra para oír a los muertos

las dos abiertas día y noche

las dos cerradas a nuestros sueños

para oír el silencio no te tapes las orejas

oirás la sangre que corre por tus venas

para oír el silencio aguza los oídos

escúchalo una vez y no vuelvas a oìrlo

si te tapas la oreja izquierda oirás el infierno

si te tapas la derecha oirás… no te digo

había una tercera oreja pero no cabía en la cara

la ocultamos en el pecho y comenzó a latir

está rodeada de oscuridad

es la única oreja que el aire no engaña

es la oreja que nos salva de ser sordos

cuando allá arriba nos fallan las orejas

Para lo que sí tiene orejas es para los juicios que emiten esos lectores «infrecuen­tes» –los devotos de un reducido santoral literario fraguado no sólo en años de lectura, también en noches de insomnio y calendario lunar; los que no han dejado de releer un libro preferido; los que han logrado cotejar tra­duc­ciones; los que siempre leen desde el desafío o ubican lo que leen en el contexto res­pectivo– de ese modo se convierte en lector de oídas, quasi de señas, en repetidor de jui­cios ajenos. Por eso mismo los tras­mite fríos, con la frialdad de un ventrí­locuo, sin la pa­sión de quienes aventura­ron un relámpago bohemio –sagaz, burlón o lapi­dario– equivalente a todo un curso de crítica literaria.

Es fanático del estilo y del virtuosismo literario.

Otras veces está en vena de corrector de estilo. No se preocupa de entender lo que lee, pero es un cazador implacable. Pobre del autor que haya puesto un punto seguido en vez de un punto y coma. ¡A la carcel de papel!, pero si de él dependiera le enviara sólo a la cárcel y se ahorraría el papel. Se declara fanático del estilo y con eso desca­li­fica a casi toda la memoria literaria. Su equivalente en música sería fanático del estilo ¿de Beethoven, de Mozart, de Gershwin, de Schom­­berg, de esas cuatro escobas parlantes llamadas Beatles? No. Por aho­ra está de moda el rock barrial y la tecnocumbia. Su ruido no le permite escuchar hacia atrás. O hacia los lados, así éstos ocupen la expla­nada entera. Todo lo reduce a su gra­mática labial, tan parti­cu­lar como el tipo de lectura que ejerce. Si alguien le dice que es el sapo del gazapo, cree que es un elogio poético por lo bien que le suena. Es que de niño le hicieron aprender recita­ciones caco­fónicas y letras de him­nos provinciales.

En realidad no le importa el estilo porque el estilo es él. O el de él. A veces amanerado. Un estilo como el de Borges, direc­to, pre­ciso, con escasos adjetivos que cuan­do los usa sólo es para deslum­brarnos por su cruda pro­piedad, le parece seco y sin gracia. Si leyera Seda o Sin sangre, de Alessandro Baricco, le acusaría de tele­grafista. Otras veces, por el contrario, formado él en ese ahorro de palabras de los niños reprimidos, García Már­quez le parecerá no sólo des­len­gua­do sino un botarate de pala­bras, Car­pentier aburrido, incom­pren­si­ble. Confunde la prosa con el lenguaje. No repara en el ritmo ni en el tempo de cada quien. Por eso Nietzche se admiraba: «Esto es lo que pensé al ver cómo confundían entre sí a dos grandes maestros de la prosa; en el primero de ellos, las palabras van cayen­do gota a gota, lentas y frías, como si proce­dieran de la parte supe­rior de una húme­da cueva –narra sofocando su sonido y su eco–; el segundo maneja su lengua como una flexible espada, experimen­tando desde el brazo hasta los dedos de los pies el peligroso gozo de la vibrante hoja, su­ma­mente afilada, que ansía morder, silbar, cor­tar…»

¡Si sólo admitiera que el estilo no es virtuosismo literario sino el reflejo de la persona­lidad de cada quien, eso que debe mostrar que el escritor cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente!

No distingue entre autor y narrador y es moralista con las palabras.

Cree que los escritores han sopor­tado o gozado de todas las peri­pe­cias y hazañas que cuentan en sus novelas. Su incapa­cidad li­te­raria le impide imaginar que alguien viva de las mentiras que ima­gina. Para quien es tan apegado a la verdad de los hechos, resulta una falta de ética engañar al lector con falsos acontecimientos o in­trigas que no sean veraces. No sabe que el escritor se guía por la ver­dad de los sueños. Mejor no leerlos, prefiere oír noticias. O leer libros con men­saje y moraleja porque cree que la educación en valores es algo reci­tativo. ¿El valor es un valor? ¿Y la timidez? Se sonroja –de ira, no de timidez– cuando lee una pelea entre estibadores y el uno le dice al otro:

–!Hijueputa¡

Esto no puede darse a leer a adolescentes, dice.

Es mora­lista con las palabras, hubiera preferido que el car­gador le espetara al otro (o a él mismo, al fin y al cabo es un giro elegante):

–Vástago de hetaira.

Pero eso sería falsear la voz del personaje. Peor que si le saliera un gallo falsete a Pavaroti. Y en la novela la voz es la manera de ser del personaje, lo que le diferencia de los otros. Mas, cuando está malgenio o borracho, le dice en tono descome­dido a su mujer sapos y culebras delante de los niños. El tono es el horizonte de cada novela, de cada quien. No basta tener la historia, hay que encontrar el tono, Salta­montes.

Es soberbio pero se conforma con los cielos prometidos por el catecismo editorial de Paulo Coelho o con las ofertas sedantes de Cuautémoc Sánchez; es pobre pero a veces se siente un e-lector y vota por el hombre de las ha­rinas, el más rico del país. Es que prefiere libros de auto ayuda o de esa ciencia solterona llamada astrología, en vez de leer a Mafalda que dice: “Na­die amasa una fortuna sin hacer harina a los demás”.

Es datólogo, memorista.

A veces se aprende de memoria las solapas, las fechas de las prime­ras edicio­nes, los gustos de los autores, los países que visitaron, al­gu­na frase feliz o anécdota célebre. Para sus citas a veces pone en su boca frases del autor o en boca del autor frases de los personajes. Más que leer­los le gusta picotearlos, pisotear­los, lo importante es in­tervenir en alguna con­versación literaria y, mucho mejor, si se puede hablar mal del que está en la picota, en el descuere de la envidia. Es datólogo, memorista, no lector placentero. Es un cotilla ingenioso aun­­que recurrente. Como un presentador de artistas prepara frases inmortales, pero pasado el momento son cursis como las de todo ven­dedor. Quisiera que lo llamen bibliófilo o que le nombren miembro de alguna acade­mia, de cualquiera. Fuerte el aplauso.

Lee todo el tiempo pero no distingue entre el tiempo real y el tiempo literario.

Pasto de la publicidad por la lectura rápida (time is money), hace caso omiso de la puntuación. Su taquicardia lectora no repara en que el escritor a veces sueña en que esa coma es imprescindibe o que ningún hie­rro puede penetrar el corazón con tanta fuerza como un punto colocado en el sitio pre­ciso, al decir de Babel.

Prefiere lo vertiginoso, ¡el cólera lector!, pasar fugazmente por el texto pa­ra evitar que el texto pase por él. Si el autor es con­siderado y sabe que el lector tiene que acabar rápido el libro, debe cir­cuns­cri­birse a contarle acontecimientos rápidos, algo resumido, pa­la­­bre­ja que también signi­fica dos veces sumido, en la facilidad por ejem­plo. Lee todo el tiempo pero no distingue entre el tiem­po real y el tiempo literario, por eso no tolera que Michel Buttor se demore veinte páginas en describir cómo un perso­na­je baja por las escaleras que él, velocípedo viviente, se demoraría máximo diez segun­dos sin rodar. Y cinco rodando.

9) Busca certezas finales felices y se toma el poder en las tablas.

Odia la ambigüedad, la ironía, el humor, las frases que le hacen per­der tiempo porque le ponen a pensar. Él busca certezas, no dudas.

También es un panegirista de los happy end. Es natural que que­rramos que los dramas novelescos tengan un final feliz, en fin de cuentas es un goce indirecto que no sólo consolida a la literatura en el espesor humano de lo que ésta cuenta, sino en la humanidad que los lectores dotamos a esos personajes que nos retratan, al punto de ha­cer del libro un espejo de papel. Pero el asunto no es ese. ¿Busca fina­les felices porque se infecta de feli­cidad, del mismo modo que las feas cri­tican a las candidatas a Miss Universo o los po­bres censuran los gustos de los millonarios? No. Busca finales felices porque estos ya vienen envasados y él no tiene que prepararlos (confron­tar­los) en la mente. Ni en la vida. Con su conformismo bas­ta, con la felicidad prestada es suficiente. Por eso prefiere la palabra catarsis a la palabra distanciamiento (brechtiano), la pobrecita que se casa con un millona­rio o el revolucionario que se toma el poder en las tablas. La tra­gedia literaria no va con él. La del país tampoco.

¿Que le han dejado los libros?

Cuando en la calle o en el bar alguien le encuesta:

–¿Cómo se define usted, como un mal lector, un lector regu­lar, un buen lector o un muy buen lector, él contesta:

Como un lector excelente.

Ante la pregunta:

–¿Qué le han dejado los libros?, él se siente incriminado y, desde su labrado ego, responde lineal, instantáneo:

–Los libros no me han dejado. ¡A los libros los he dejado yo!


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
qué mal de mi haberme converitido en un lector sordo. :_(
El quirófano ha dicho que…
Hola Gabriel y Carlos:

Gracias por sus comentarios. Todos los lectores tenemos el riesgo de convertirnos en lectores sordos, todavía hay tiempo de cambiar. Carlos revisaré los libros que me aconsejas.

saludos,

A. R.
Enzo ha dicho que…
Estupendo... Fenomenal, pero...

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