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Cantos contra un dinosaurio ebrio

Por Paolo Astorga
Editor de la revista Remolinos
Lima, Perú


Mirar la realidad es, no sólo observar el todo y delimitarlo a un acto desarraigado por llegar a lo grotesco como único camino hacia la verdad de la esencia humana, sino que es también el plasmar las inconsecuencias de las sociedades posmodernas lo que hace que el poeta no sólo denuncia o desmitifique la “estupidez humana”, sino que también sea parte de ella a través de una comunión existencial, donde es el poeta un ser depredado por sus deseos, sus emociones más terribles, sentimientos rebeldes que bordean lo neurótico, pero sin dejar de lado esa identidad con la realidad más próxima y doliente, que nos dará así a entender las propias frustraciones de los demás, que son en última instancia proyecciones del poeta para con su misma autodestrucción que muestra y demuestra la lamentable fragilidad de los seres humanos ante la naturaleza de sus actos por lograr algún acto de redención o seudo libertad.
Con Cantos contra un dinosaurio ebrio (editorial La garúa, 2007) del poeta ecuatoriano Augusto Rodríguez (Guayaquil, 1979), podemos notar como el lenguaje poético puede calar en lo más hondo de nuestras perversiones y no sólo encontrar a un ser desconocido (en todo caso aquella bestia que nos habita, y bebe de nuestra sangre para alimentar sus más desarraigados deseos), pero también encontramos en este breve poemario la reafirmación de toda una poética que parte de la contemplación hasta el sentirse abandonado, solo, destruido, estos sentimientos se notan muy definidos en el poema TODO SE IRA A LA BASURA, el cual abre la herida del lector para colocar allí su palabra, aquella palabra que afirma su realidad: “Mi corazón estallará como piñata de fiesta // de lo que algún día fui no queda nada / sólo vómitos de transeúntes // la borrachera es la última victoria / en estos días // la mejor poesía se sigue escribiendo en los baños públicos // Tanta es mi náusea / que vomitaré a la mujer que amo // y después me la devoraré // con un poco de esfuerzo pero con la muerte /dividida en mi garganta”.
En la mayoría de los poemas de este libro, podemos encontrar un discurso que gira en torno a un ambiente grotesco, fagocitario o simplemente lumpen. Entiéndase pues, que la creación de esta atmósfera es sólo un pretexto necesario para mostrar una faceta exterior e interior de los hombres en su vida posmoderna y también su desprotección hacia la nada definida en este libro como un ente terrible de la cual todos los seres humanos tratamos de huir de una u otra forma y que al poeta no le es indiferente sino su objeto, la herramienta, para iniciar su canto, no sólo para despertar al lector, sino tal vez, mostrarle una realidad que a simple vista puede relacionarse muy bien con nuestra realidad donde la violencia, las contradicciones, la pérdida total de valores enfrentan al lector contra este dinosaurio ebrio que es en última instancia su misma hipocresía, saber que ya no hay escapatoria: “Nada somos / mas que un poco de sol / en los ojos // y aire movido / por los labios (...) (...) hay muertos que copulan / con otros muertos // nada queda / sólo mi rostro bañado / de venenosas serpientes”.
El cuerpo es aquella herramienta de goce, pero a su vez de dolor interminable. Captamos desde su contemplación hasta sus formas más eróticas una obsesión por el sentir, sabiendo de ante mano lo efímero y funesto que puede resultar experimentar estas emociones en nuestra carne: “(...) he vuelto a ti para coronarte / como la reina / de mis tinieblas // es lo único que puedo hacer por ti / llámame vagabundo / o Satanás / pero no me prives de tu carne”.
La presencia de “el otro” en este poemario es indiscutiblemente dos cosas: En un primer plano un objeto que sólo sirve para placeres efímeros (nótese el cuerpo, la mujer, etc.) y en un segundo plano un ser destruido y deshumanizado que tratará de reinventarse en un ser totalmente indiferente ante su propio dolor, adaptado a sus inconsecuencias, el escape de la realidad, quizás la locura o la muerte o quizás las dos, que poco a poco tratará de encerrar toda idea de libertad, en algo extraño, sórdido, imposible: “el asesino escapa / de la escena del crimen // pero muy pronto / volverá a ese sitio // tal vez por nostalgia // o por el olor / de la sangre”.
El poder esta bien delineado en este libro. Podemos notar desde una perspectiva obsesiva y desvirtualizada cómo la voz poética se condena muchas veces a negarse al poder. Es en sí una voz sometida que no quiere morir sin antes gritar que todo se está yendo al mismísimo infierno, quizá convencerse que sólo somos un pedazo de carne que no se puede resistir a ser hombre y en definición un pecador, un exiliado en medio de hermosas imágenes plásticas y lo cotidiano, reventándonos en el rostro para abrir nuestras más profundas heridas, la eterna contradicción que nos llena de una estúpida belleza: “Yo te condeno / hombre / o pecador // a morir entre las horas de almuerzo /o en las tardes aburridas de oficina. // Mas yo te llamo a que revientes / tu cuerpo // después de la medianoche / porque es allí donde empieza la vida // entre cuerpos sudorosos, sexo, drogas / y buen jazz”.
Bajo otro aspecto, este libro predomina por la presencia de poetas y escritores universales como lo son Vallejo, Borges, Pound, etc., que al ser “transformados” en el poema cobran otra magnitud y en todo caso, son ironizados a tal grado que podemos encontrar puntos de conexión muy interesantes, ya que así podemos no sólo recrear su la esencia misma de estos personajes, sino que contemplamos también cómo éstos se mimetizan con el ambiente hasta lograr una comunión especial con el discurso y quizás darnos claves importantes para la interpretación del discurso que bulle de este libro: “Venga a almorzar a mi casa señor Vallejo / yo lo invito (...) no se olvide de traer también / algunos poemas / de su autoría // sé que lloraremos / algunas horas // pero después la pasaremos / de maravilla // salud”.
Pero no sólo predominan estos personajes, sino que Augusto, ensaya e interpreta el desquicie humano a través de poemas que reflejan la infancia. Una infancia donde no sólo se describe la cotidianidad familiar a través de recurrentes referencias paternales, sino que se observa desde allí el núcleo de sus dolorosos estigmas, el inicio de todo el desastre donde la mezcla peligrosa está en la nostalgia, la frustración y un odio remoto, pero latente: “Mi padre murió en una alcoba de hielo / y su cuerpo cada vez se adelgaza, / se empequeñece, se evapora, / se disuelve en el aire vacío de la nada, / la lámpara de la alcoba / juega con la materia de su piel. / Sus dientes amarillos / llenos de cáncer me sonríen / yo le sonrío / temblando de miedo / aunque de a poco / se convierta en polvo fugaz.”
Con un discurso que bordea el diálogo más arraigado y carnavalesco Augusto Rodríguez con esta nueva entrega, no sólo nos reafirma una poética basada en la autodestrucción, sino que nos reafirma también su lucha constante por reinventarse, por entender esta oscuridad a la que los hombres llamamos sociedad, quizá desde un punto de vista violento, pero que en resumidas palabras nos deja reconocer aquel monstruo que nos mueve, nos levanta en la mañana, nos lleva al trabajo, come nuestra carne, y quizás se enamora por un efímero e inútil segundo: “tan sólo seguiremos como un soldado moribundo / o un apostador sin su as bajo la manga / ante el crudo aguacero que nos odia / o de la tormenta de acero que nos decapita.”

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