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CANTOS CONTRA UN DINOSAURIO EBRIO: Noticias de un cáncer que acaricia el cuerpo

Por: FERNANDO VARGAS VALENCIA

Cantos contra un Dinosaurio Ebrio: cáncer que acaricia al cuerpo que lo contiene. Divina infección, como el amor, misterio radical que es oleaje púrpura. Disección de un miembro que se encuentra fascinado por la tortura. Caricia feroz de la palabra que a través del insulto, nos alaba.

Las moscas mueren en la sed repetida del aplauso. Aplaudir puede ser un acto-reflejo, una simple reacción en el laboratorio cruel de los sentidos, o tal vez, un acto político, cargado de símbolos entremezclados. A Augusto Rodríguez (Guayaquil, Ecuador, 1979), según parece, le gusta aplaudir en los museos de historia natural (vaya oximorón el que se nos impone: el sujeto-objeto, lo crudo dejándose encrudecer por lo cocido, la cultura determinando en su bostezo a la naturaleza), tal vez para desencadenar cataclismos de huesos.

Es allí donde la metáfora del dinosaurio no se contenta con evocar la filogenia suicida del hombre que habla, que aprendió a hablar para negarse a sí mismo, sino que además avanza en proponer la rotunda ebriedad del dinosaurio. El ebrio es un ser circular que supone que todo se encuentra en la contradictoria calma de su estado. Un dinosaurio ebrio nos ha fundado como especie:

Nada somos

mas que un poco de sol

en los ojos

y aire movido

por los labios

(el pecado original nos sigue pensando,

en nuestra estúpida conciencia humana)”

La imagen del animal fundante que además de iniciar una larga cadena de infortunios, se encuentra en estado de ebriedad, nos lleva a preguntarnos sobre qué es en verdad lo que vivimos, ¿acaso la resaca de una batalla en la que nunca estuvimos pero en la que se luchó hasta la muerte en nuestro nombre?, ¿Acaso lo que llamamos ebriedad es vigilia y lo que llamamos vigilia es un estado intermedio que se agita desesperado en los humores de su alcohol?

Habría que estar, como sugirió desesperadamente Baudelaire, completamente ebrios para dejar de ser los esclavos martirizados del tiempo. Sin embargo, la embriaguez para Augusto Rodríguez no tiene nada de liberación, es una suerte de resignación encantada:

“Le pido al camarero que me sirva más vino

porque la vida es nada, ya lo dijo Pessoa

y lo digo yo

esta noche

la vida es pura ficción

de dioses fracasados”

¿Qué clase de embriaguez es en últimas la promesa de la conciencia posible? Alguien afirmó que las palabras nacieron desde la más sutil de las inconsciencias. Luego, de repente, el hombre dejó gobernar su mente por oraciones, por adjetivaciones y enunciados. La escritura se satisface en ser la conciencia de lo inconsciente, en hacer manifiesto lo latente, en rebuscar desesperada en lo más recóndito del lenguaje para recordarnos que somos el dinosaurio que primero cacareó antes de amar, que primero vociferó símbolos inaprensibles, antes de convertirse en el discurso racional y premeditado que habla de dioses que no hablan sino a través de la mudez del hombre.

Sólo nos queda recurrir a la materia más fétida pero más sincera de nuestra filogenia: la sexualidad asombrada. Recuerdo que el bueno de George Bataille giró hasta embriagarse en torno al tema de la erección del hombre que cazó un bisonte, dibujado por los primeros hombres de la caverna (o pozo) de Lascaux (imagen rupestre que data del paleolítico).

Allí, percibió la ligazón entre las dos conciencias de nuestra animal-humanidad: la de la muerte y la del placer. El organismo vivo celebra el acto de la muerte a través de la erección del cazador. La conciencia del placer es, a un tiempo, conciencia de la muerte. La enajenación del hombre se incuba como un cáncer en el símbolo. Lo “diabólico” del erotismo humano consiste en que somos desde siempre, la unión entre la carcajada loca y la lágrima eterna. Al reír estamos llorando, al hacer el amor, hacemos el odio, al amar al otro lo matamos:

“Los códigos de tu cuerpo

tienen múltiples alas

donde mi enajenación se estremece

y encuentra su espacio

tu cuerpo es un pequeño lenguaje

que los dioses leen en mi piel

que sólo yo descifro

en mi escritura”

La escritura es la imagen de lo histórico. De suerte que ese pequeño lenguaje que somos en el cuerpo torturado (amado) del otro, es la historia transfigurada en dioses asesinos. Desde niños (léase: desde dinosaurios), reconocimos que moríamos y vivimos en la espera, en la angustiosa espera de la muerte. En palabras de Augusto Rodríguez, lo escribiré trescientas veces en mi piel:/ es inútil respirar/ cuando tenemos la muerte/ tan cerca”.

Desde la erección mortuoria que nos funda, hasta el arquetipo averiado del dinosaurio ebrio, Augusto Rodríguez nos recuerda que la historia es el espacio en el que los hombres hablan con los hombres y que la poesía es el espacio en que el universo habla solo y se dice a sí mismo que nos dice. La historia, movilidad en el tiempo, es también conciencia de la muerte, en el instante en que se nombra, aparece nuestra condición de “desterrados”, somos seres sin tierra y en eso consiste nuestra mortalidad:

“Los muertos duermen, descansan en sus guaridas,

con hambre se vuelven cazadores violentos.

Lo sé porque yo también soy otro muerto

que en cada estación va dejando un amor falso,

un hijo mal parido,

un muerto más para los obituarios”.

El hombre: proscrito del universo, sordo al discurso del universo, leve fragmento de ese discurso, desertor del lenguaje primigenio, desertor de la eternidad que fluye. La muerte es madre de la historia y la poesía es su disidencia: la poesía es juego y rebeldía. Cantos contra un Dinosaurio Ebrio nos permite recordar que la poesía es la fundación de otra verdad, como anticipa Octavio Paz en su Pasado en Claro: “escape... quizás… hacia dentro... purgación del lenguaje” donde “la historia se consume en la disolución de los pronombres”.

Si la visión del mundo se apodera del lenguaje y cada palabra que decimos es una imposición de significados, bajo la ficción de la seriedad ligada operativamente a los discursos de la muerte, hay que matar a ese dinosaurio torpe, erecto y borracho que dijo la primera mentira. La poesía es pues, la disolución del lenguaje del poder, es la re-semantización (para jugar con un vocablo propio de Freddy Ñáñez) de la palabra averiada: movimiento hecho fijeza, círculo anulado en sus giros, posibilidad de un pensamiento, de una visión del juego, como pensaría Bataille, dialéctica que desafía a la muerte, rebeldía de lo indefinible, de lo que la visión del mundo imperante se niega a concebir:

Yo te condeno

hombre

o pecador

a morir entre las horas de almuerzo

o en las tardes aburridas de oficina.

Más yo te llamo a que revientes

tu cuerpo

después de la medianoche

porque es allí donde empieza la vida”

La disidencia del poeta es rebeldía y es complemento de la historia, como afirmó Bataille: “se es rebelde porque hemos debido aceptar la muerte, debemos ir hasta el fin de nuestra rebeldía: no podemos ser rebeldes para perfeccionar la sumisión”. Hay algo de Edipo en nuestro espejo, hay algo de asesino en nuestras contemplaciones mudas hacía el padre. El dinosaurio rompió la cadena. Su embriaguez lo llevó al terreno del olvido. Necesitamos pues de un Augusto Rodríguez que nos diga ¡basta!, dejemos que la pulsión vital derrame su vino y su semen, reconozcamos al fin que el eslabón perdido aún se niega a confesar que el hombre tuvo alas.

Reseña del libro Cantos contra un Dinosaurio Ebrio, del poeta ecuatoriano Augusto Rodríguez, publicado por la editorial La Garúa en el año 2007.

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