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Mordiendo el frío y otros poemas


La antología que esta noche presentamos es la sintesis de un trabajo empezado hace un cuarto de siglo, hace 22 años exactamente, si nos atenemos a los créditos dispuestos en la solapa de ese primer libro, ese de pastas negras, calaveras blancas y letras moradas que publicara el autor al inicio de su carrera. Edwin Madrid ha escrito entre tanto 11 libros. De ellos, Aleyda Quevedo, la persona, que estoy seguro, mejor conoce los lados flacos y musculosos de Edwin, ha seleccionado una muestra de cada uno de ellos y conformado este hermoso tomo que pretende, creo, no resumirlos sino acercanos a la voz de este poeta cuyo tono característico, como podrá comprobarlo cada uno al leer el libro, lo encontramos como un hilo conductor, a lo largo de su obra.

Los poemas necesarios

Hacer pública una seleción de obra es poner al parecer de lectores múltiples un trabajo que se infiere necesario y de alguna manera es al presente y al contexto que nos ciñe indispensable. Publicar esta selección en la colección Antares del sello Libresa le añade un plus a esta significación. No hay creo, manera otra mejor para abrirse paso hacia un nuevo público lector y dar a conocer un trabajo literario entre los jóvenes que a través de las publicaciones de Libresa, bendición y condena de los estudiantes de secundaria a quienes muy conocida es la serie de títulos impresos sobre pastas rojas.

La presente selección es, desde luego, el reconocimiento a una obra que, por su extensión, diversidad y edad, es conocida por unos cuantos lectores, colegas y estudiosos que han sabido seguirla desde un inicio, pero que, al tiempo que vamos, a sus nuevos lectores, a los ya existentes y a los potenciales, gran parte de ella les es desconocida, bien porque algunos materiales son inencontrables en el mercado de poesía, hecho que sucede con los libros publicados a finales de los ochenta e inicios de los noventa, o, cosas de las letras andantes, porque un par de ellos fueron publicados en el extranjero y no en el país.

A la selección precede un hecho que casi no lo vemos pero es ciertamente la base donde se apoya este proyecto editorial. Me refiero a la importancia alcanzada por el trabajo poético de Edwin Madrid.

Primero, en el contexto ecuatoriano, de cuya habla toma aliento, de cuyas características hace un tema, implícito, constante, que ciñe a las diferentes formas poéticas que ejercita, en su ir y venir por la cuotidianidad desbanalizada, por la historia como conjetura, por las representaciones que hace en el lenguaje de lo imaginario y lo fantástico, lo mítico y lo real.

La importancia de la obra de Edwin alcanzada fuera del país no es deconocida a sus lectores ecuatorianos, sin embargo, a algunos de ellos, no le son muy claros los términos de ese privilegio. Desde luego, no se trata sólo de que sus poemas hayan sido premiados en el extranjero y publicados luego en forma de libros, individuales o tomando parte, junto a poetas de otros países, en antologías que dan cuenta de los trabajos más serios publicados en America Latina o en lengua castellana en las dos últimas décadas. Esto, que es importante y es en sí un argumento de peso para definir en parte su importancia, señala el aspecto expansivo de su trabajo por entre otras tradiciones. Lo que viene después, es lo que me ha llamado más la atención, digo las reacciones que esta obra ha provocado en esos contextos, las formas receptivas, de al menos dos tipos de lecturas: la académica, por un lado; por el otro, la impulsiva, más afín a las intuiciones y latencias que al análisis, puro y duro.

La recepción acádemica celebra la escritura del ecuatoriano en sus diversas formas y la toma como referencia para dirigirse, por entre sus vocablos, versos y modos, hacia alguna de las características que nos distinguen como grupo social o, en una lectura donde las patrias no existen, ver en su escritura la huella de una sensibilidad plenamente moderna, contemporánea, avisada por el caos pero en ningún momento confundida o confusa. De este tipo de lectura estricta, rescato una experiencia: la que viví con los poemas de Open Doors, libro publicado en el año 2000 en Oregon, USA, festejado por los lectores que tuvieron acceso a ese tomo en lengua inglesa ( y a su versión árabe), pero no así en el país, donde su versión castellana, Puertas abiertas fue más bien mal entendido e incluso considerado como un retroceso en la carrera del autor. La lectura inglesa y árabe, en este caso, supo leer mejor que la nuestra y, por suerte, corregir a tiempo el malentendido.

La recepción sentimental en el extranjero, mucho más cercana al hacedor de poemas, es la desplegada por sus colegas más jóvenes, poetas muchachos, de Chile y México, de Brasil y la Argentina que ven en los poemas del quiteño no sólo al artefacto lingüístico perfecto que inspira admiración y suguiere caminos sino, literalmente, un ejemplo a seguir. No creo que haya un mejor cumplido para un poeta, vanidoso o no, que saber que sus poemas son leídos por jovenes poetas con un sentimiento de alguna forma parecido a la devoción. Hay un grupo en Argentina, Los Celebrios, cuyo nombre y aliento, lo tomaron del tercer libro de Edwin, Celebriedad. Una crónica de Santiago Estrella, corresponsal de El Comercio en Buenos Aires, publicada en ese mismo diario, hace como dos años, da cuenta de esta relación de admiración ciertamente poco común.

No sé cómo es al momento la relación de la obra de Edwin Madrid con los lectores ecuatorianos. No sé cuales son sus lectores en el país. Desde la distancia, sin embargo, puedo imaginarlos, como cuando uno imagina la poesía, compuesta por fervientes admiradores y detractores, por amigos que celebran su discurrir, por lectores desconocidos que agraceden en silencio la existencia de algunos de sus versos o del tono que de ellos se desprende, por profesores que se resisten a valorar al poeta en su proyección pero que, a su pesar, celebran ese o aquel poema.

Yo admiro a Edwin y celebro este libro que junta trabajos de edad varia, antiguos y recientes. Es un libro nuevo en el que el autor, paradógicamente, sin haber movido un dedo, está representado de cuerpo entero. Cosa extraña: esta característica de la inanimidad, me hace recordar trabajos otros en los que Edwin, contrariamente, habiendo dado mucho de sí, no aparece como tal o aparece sólo tangencialmente: por ejemplo: como hacedor de la Antología de la poesía ecuatoriana del siglo XX publicada por la Editorial Visor de España, un trabajo de mucha valía que, tengo la impresión, no ha sido valorado en el país como debiera; como impulsor de varias colecciones de poesía, cuento y novela, como editor de revistas y, como lo hiciera alguna vez Ezra Pound, como guía y enlace entre escritores y editores, procurando siempre sacar adelante proyectos editoriales que de otra manera habrían quedado en el olvido: La publicación de la obra completa de Walt Withman en versión del ecuatoriano Francisco Alexander, en el sello Visor, es uno de los mejores ejemplos que dan cuenta de esta actividad.

Me une a Edwin una amistad iniciada hace 25 años. Lo conocí en un taller de literatura. Recuerdo que aquel lunes cuando me presenté al grupo en el cual Edwin formaba parte, él tomó la palabra para darme la bienvenida y, ante todo y todos, pedirme algo que entonces me causó pánico por su énfasis en la sola condición o requisito indispensable para formar parte de ese colectivo, a saber, lo único que daba sentido y razón de ser a esas sesiones semanales: el trabajo serio, continuado y sostenido, es decir, en ese entorno, la escritura constante de poemas, cuentos y variaciones de una escritura que, como toda escritura, lo sabría poco después, debe estar siempre abierta a la crítica y ubicada a prudente distancia de quien la ejerce —por su propio bien, por el de la literatura, si ésta le importa de verás. En Mordiendo el frío y otros poemas, veo de cuerpo entero al amigo que entonces me hiciera ese pedido. Yo no estoy seguro de haber comprendido bien esa petición y peor de haberla seguido. No me cabe duda, en cambio, de que los postulados de ese pedido, han sido y son los principios que han acompañado y acompañan los días de Edwin.

Víctor Vallejo

Quito, 23 de julio de 2009


Bellísima Katia cuídate de los poetas, porque te perseguirán con versos de salón, como lo han he­cho con las bobas que se detuvieron a escucharlos.

***

Cornelia no es una muchacha, es el diablo metido en un cuerpo terso y afiebrado. Con ella mis días tuvieron el aroma de la hierba buena o fueron una cama cubierta de chinches.

***

Admirado Filipo si el corazón y calzoncito de Marcia no son tuyos, no te engañes. Pues alocado como andas, vas directo a la cárcel o al hospicio.

***

Fina y desvergonzada Leuca, háblame de esa muchacha saltarina, más vivaz que ardillita de bosque, que escribe con gracia poemas lúbricos y candentes. Pues cierta noche, la muy bribona, me mantuvo desnudo sobre la cama y ni siquiera se desprendió de la cinta que adorna su cabellera.

***

Amoroso Propercio, por más bella y sublimada que sea Cintia, abandona la humillante y triste tarea de cantar a su amor. Aléjate de ella como la luna que deja paso a la claridad. Tampoco vayas detrás de tus rivales con ganas de incendiarles. Solo mitiga y tra­ga tu orgullo para que después no haya arrepenti­mientos. Pues a quién más que a ti, amoroso Propercio, se le puede ocurrir decir ante la lápida de Cintia: ese polvo fue mujer admirable, en vez de esa mujer fue admirable para un polvo. Que, en defini­tiva, es lo que carcome tus días.

***

Ayer estuve en la fiesta de Tito y no creas que perdí mi tiempo, pues me entretuve observando al ladino Procolo que iba de mesa en mesa entregando su libro de versos cursis y mal medidos. También vi al cegatón Tarcisio apurándose los vinos sin ninguna discreción, y estaba Porcio Latrino con la barba crecida y su enigmática sonrisa de plebeyo. Mas, refresco para mis ojos fue tu afamada Aurelia, quien lucía escotes pronunciados. Y no preguntes más amigo, porque huí junto a ella, apenas la luna se colocó sobre mi cabeza.

***

Bondadosa Clío, tú que celebras al amor con delicia, enséñame cómo cantar a esa muchacha de cabellos largos y negros de quien no he vuelto a tener noticias.

***

Al ingresar al parque vi a Quintilio Máximo besando a una muchacha, para no interrumpir su placer torcí mi camino. A punto de salir de los árboles, unos pasos agitados se detuvieron junto a mí:
—¡Por favor amigo! No digas a nadie que me viste con ese muchacha.
—¡Insensato Quintilio! Nunca saldrá de mi boca que te coges a la más fea de todas.

***

Ya no recuerda que fui su héroe por quien en innumerables ocasiones le mintió a su padre.

***

Hay un frío intenso en sus ojos que nadie podría adivinar el fuego que ardió entre los dos.

***

Hace poco vi a Hilaria con una nube de hombres. Mas solo yo sé que pierden el tiempo.

***

Fui extranjero en una ciudad lejana y allí ella saboreó mis versos.

***

En mi visita a la librería una dama me preguntó: ¿Tiene alguien quien le cocine?
Desde entonces viene los sábados. Al llegar se desnuda de pies a cabeza, se pone a cocinar y yo disfruto de platos fabulosos.

(2005)

Cuento

Su madre le dijo por donde vayas, anda con mucho recato y mesura. Sin mirar a los que vengan de frente. No saques los ojos de tu camino y sigue sin que te importe nada. Pero la muy boba se quedó en el semáforo, fijándose en el primero que se le cruzó. Todavía más, cuando éste le preguntó: ¿qué traes en la cartera? La muy viva le contó que llevaba las tartas para la abuela.
Fue así como el lobo también le comió a ella.



Del recetario del nuevo mundo

La leyenda habla de una monja dominica con saberes enciclopédicos; aunque lo único que se conoce de ella es su Recetario del Nuevo Mundo. Un compendio culinario de comidas profanas, que la monja preparaba para exacerbar las pasiones de los prelados.
En su célebre Receta para los matrimonios de infieles, mezclaba más de diecisiete esencias entre cacao, canela, ají, clavo de olor, pimienta, jora; y elaboraba una salsa con la que ponía a asar marranos a fuego lento. El animal humeante de fragancia, era servido con ajíes en las orejas y un tomate rojo en el hocico. La comida se iniciaba con la Oración al Chancho: Bendito, bendito que moriste por nosotros, libéranos hasta clarear el día. Dicho esto, los monjes hundían el diente y se apuraban jarras de vino o chicha; para luego, uno por uno, cruzar el patio, subir escaleras, recorrer los pasillos e ingresar en las alcobas donde monjas locas esperaban por ellos.

(inéditos)

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