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La enfermedad que el tiempo no mata



EL Libro del Cáncer, Augusto Rodríguez
Editorial Ambar, Perú

LA ENFERMEDAD QUE EL TIEMPO NO MATA


René Silva Catalán, 
poeta y gestor cultural chileno

Hace tiempo trabajaba en la reseña de este libro, pasaron los días, se va el verano, me acostumbraba a la idea de reiniciar su lectura. Primero es un texto que nos habla de ese eterno desacuerdo entre la vida y la muerte – causada en el texto por una enfermedad larga y dolorosa – escrito desde una figura singular y neutra, una dolencia imaginada sin punición, concedida a veces por ideologías y doctrinas. Segundo entrever esa coincidencia casi extraña con su imaginario, relacionado a lenguaje y estado anímico no habitual cuando la escritura dilucida esta oposición irrenunciable entre la vida – muerte o viceversa, me refiero a la pausa y reconciliación como espíritu del poemario.

No puedo dejar pasar el nombre del libro, para un lector común y silvestre; individualista y poco espiritual, educado a sospechar de todo lo que no es materia ni barro, le debería inquietar esa pregunta, que cercana es la posibilidad en su línea de tiempo – vida, encontrarse con este mal donde caducaría su vínculo con este mundo. Poemario que exige a realizar el ejercicio de mirarse al espejo a entrar y salir de aquellos instantes e individuos que han desaparecido con los años, con ese cáncer llamado tiempo y rutina.

Regresando al título, el cáncer puede ser una palabra que no deseamos pronunciar ni escribir, una enfermedad que mata si no hay control ni cuidado. Este tumor, del cual escribe Augusto Rodríguez, no es un conjunto de poemas que hablen de él ni de muerte, es texto vivo, intuitivamente metafísico, una procesión pausada y en voz baja. Segundos de perdón para el mismo tiempo, minutos para compartir con esta casualidad que es la vida - llegado el momento -  no es el último apretón de mano entre un padre y un hijo - imagen clave en este poemario - .

“me voy como en una gran ola verde
Pero me quedo en la piel de las piedras”

Versos escritos de manera plástica y narrativa, imágenes sencillamente vestidas, un hablante que nos traslada a esa infancia a veces inmediata y otras desconocida, palpa lo metafísico. Rodríguez maneja los conectores lingüisticos, precisos y universales, un acento reflexivo y ajustado. Joven poeta que deja de lado su oficio y le pregunta a la futura vejez, por ese encuentro lejano que se viene entre los dos, para esperar juntos los últimos diez minutos del otro.

“El tiempo es una jaula traicionera. para nosotros está el futuro con su palabra escrita en la frente de los días”

Rescato en el poemario de parte del autor, es que no existe un predicar desde su conforme individualismo, sino el colocar su palabra, silencios y espacios, como una grafía sanadora a ese futuro imperfecto y desconocido - bien lo explica el autor - al ejercicio de desentrañar poéticamente las materialidades de cada uno y esa facultad de pensar que nos hace esquivo a ese pacto que tarde o temprano deberemos romper, entre la vida – muerte.

“Los dilemas no se terminan  con la muerte del padre o el paro de nuestro corazón. Vendrán otros como nosotros y se preguntarán lo mismo o algo distinto, pero no cambiarán los problemas, ni los resultados”.

Si bien es su manera de ver la muerte – vida, se le puede situar con ciertos autores que han trabajado desde su perspectiva estos estados del ser. Uno de ellos el argentino Héctor Viel Temperley – después de la muerte / alma mía / no me lleves a pasear en coche / por esos aburridos domingos / de mi infancia -, aquí nos enteramos de esa parca descarnada en cuerpo ajeno, otros pies y otro peso, de la que nos habla en su libro “El Nadador”, representa el salvavidas el niño que aprende a nadar, resultado de un cuerpo y una experiencia, de un ángel que lo vuelve nacimiento y bautismo.

Como no recordar a Enrique Lihn y su  “Diario de Muerte”, a diferencia de Rodríguez no vivió para publicarlo, escrito en algún cuaderno y transcrito para su posterior publicación, nos revela aquella negación de aceptar la muerte como un fin de todo lo que se deja o fuimos, una decepción que de alguna u otra forma no hay truco para arrancar de ella – Hay una fea probabilidad de que el miedo a morir y la desesperación de la muerte sean / normalmente inseparables como la uña y la carne -.

No podría dejar de nombrar a Rafael Rubio y vuelvo a esa imagen de progenitor y primogénito, a ese diálogo post – mortem. Resulta clave para entender este cáncer. Rubio en su libro Luz Rabiosa, se re- encuentra con su padre donde todo es muerte, cicatriz y llagas, donde sin embargo si existe un luto, por lo menos poéticamente – No hay entraña que guarde tanta herida / ni hay herida capaz de tanta muerte -. Augusto si continua el diálogo con su padre y todo lo que rodeó a su progenitor, la ciudad, su respiro, su país de origen, su apellido, aún hay tiempo, aún hay vida.

Rodríguez en este libro, manifiesta escrituralmente la escuela aprendida de Jorge Adoum, uno de los más grandes poetas latinoamericanos del siglo XX, la pulcritud y el simbolismo en la circunstancia de escribir, un acto de amor al prójimo, entre un poeta y su obra.

“Partiré en dos como una bella naranja
a este puerto manchado de café
quemaré sus barcos botes lanchas
y me quedaré flotando eternamente
En su rio de sangre”

El libro del Cáncer, es una imagen dividida en distintos tiempos y espacios, vuelve y sale no solo de del paisaje urbano sino también de la habilidad de saber vivir y dialogar con el tiempo más allá del terreno del hombre. Lúcido lenguaje, no es profano ni devoto, con lentitud y tregua, el aire justo que separa una palabra de otra, el tiempo necesario para la lectura de este libro.

“Escribo durante noches circulares
mientras envejezco envejezco envejezco”

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