La poesía es un cáncer hermoso de Augusto Rodríguez
Por José Kozer
La intensidad expresiva sostiene todo el andamiaje de Mi patria es la irrealidad
de Augusto Rodríguez. La sostiene contrapunteando Muerte y Poesía, dos
figuras sólidas camino de la descomposición: la sostiene desde la visión
del moribundo en su lecho de muerte, y la presencia de la poesía, nunca
ajena a la Muerte, como paliativo de lo irremediable y lo efímero que
es la vida: paliativo que se sabe inútil, y de ahí la desolación que los
poemas en prosa de Augusto Rodríguez comunican al lector.
Sagaz, valiente, el
poeta penetra las vísceras, tiembla pero no teme enfermedad y Muerte: ve
desbaratarse el cuerpo, incapaz de asirse a nada, pues no hay nada a
que asirse. En su temblor va dejando la huella, el rastro poético de un
dolor, de una estratagema (que es la propia poesía) hecha para enfrentar
la muerte.
El moribundo se sabe
futuro de muerte, y sabe desde el horror y el desmembramiento de
vísceras y carne y huesos que también “el lenguaje es una muerte
fragmentada” y que tras sajar, no hay cortar por lo sano, porque ya lo
sano está invadido por la Muerte: el resultado es ese sentimiento de
desolación e irrealidad que todo el libro de Augusto Rodríguez canta,
cuenta y cuestiona, penetrando, compenetrándose, sin desistir por un
solo momento de su intensidad de expresión.
Así, el moribundo avanza
renglón a renglón, texto a texto, a su irremediable destino de muerte,
tal y como la poesía, intento de salvación, avanza letra a letra, a su
propio despeñamiento, un despeñamiento que convierte la poesía en “un
cáncer hermoso”, en esa flor del vértigo de muerte que en última
instancia Augusto Rodríguez rescata para la vida, desde un rigor
poético, y a través de una obra abierta, en el rigor mismo del
inminente rigor mortis.
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