Con un membrete escueto, pero
sugestivo, llega para posicionarse, con sobrado derecho, en el candelero
literario ecuatoriano, El libro de la enfermedad, antología publicada en
Madrid, en el 2013, por Ediciones Vitruvio, la que recoge textos de la autoría
del poeta ecuatoriano Augusto Rodríguez, escritos desde el 2007 hasta el 2011.
El libro de la enfermedad aborda
con desoladora sobriedad y alta calidad literaria el tema del padre afectado de
cáncer que se va consumiendo irremediablemente ante los ojos de un hijo poeta,
por más señas, que asume como propia la agonía del enfermo hasta el punto de
convertirla en un discurso lírico desgarrador en interior del cual dos hombres
mueren al mismo tiempo: el padre, en sentido literal y el hijo, en sentido
figurado (que es tanto o más letal que el primero de los sentidos mencionados).
Quienes hemos leído esa soberbia
y estremecedora elegía que es Algo sobre el mayor Sabines, escrita por el gran
poeta mexicano Jaime Sabines; no podemos evitar establecer relaciones de
afinidad entre esta obra y la de Rodríguez, en especial en lo que a asunto
temático y a desarrollo crudo y original de este mismo asunto se refiere.
El sujeto discursivo, con luz
trágica propia, perfila la identidad de su padre mediante el acopio de imágenes
de contundente factura, logrando conferirle a éste presencia tangible, la que
al ser sometida a fuertes consideraciones fatalistas, empieza a perder
consistencia física, proceso que provoca el que cambie de un estado matérico
sólido a uno líquido, que es el que demanda la Muerte para filtrar hacia sus interioridades
insondables a quienes su guadaña arbitraria ha elegido como sus piezas de caza.
El hablante lírico nos entera,
con majestad lúgubre, de que su padre “murió con miedo a cerrar los párpados,
con los anillos del tiempo en los dedos púrpuras, los ojos heridos de sangre
amarilla, los dientes ennegrecidos por el sol y las corrientes del aire de
serpiente”; y luego de fundarlo de tan devastadora manera, procede a
autoidentificarse, con obsesión reiterativa, como el único culpable de la
defunción de su progenitor, al sostener que fue él, y nadie más que él, “el
cáncer que mató a su padre”.
Y en este coral fúnebre en el que
sólo la voz lírica interviene, porque las otras voces, la del padre y la de la
Muerte, guardan un silencio sobrecogedor, también aflora, aunque de manera
secundaria, la figura de Dios, considerada como perecible, tal como la de un
simple mortal, al menos eso se llega a entender cuando la voz poética
manifiesta la posibilidad de que quizás “Dios esté enterrado en otro cementerio”.
A la impotencia que supone el no poder
confrontar con armas efectivas a la muerte, se suma la impotencia que sufre el
escritor genérico al enfrentarse a ese fenómeno conocido como el de la famosa “página
en blanco”, al que Rodríguez califica como “un desafío que no existe” a
sabiendas de que existe como vacío, como tierra baldía, como ausencia como
negación, por lo que la única posibilidad de acabar con esa sequia infame que
es la falta de productividad, está dada en la palabra. La palabra termina con
el silencio y el poeta, convencido de ello, impregna con su “verbalidad
desatada”, esas hojas de hierba, sepias, verdes, grises o amarillas de las que
suele estar conformado el contradictorio y cambiante follaje de la poesía.
Con imágenes de alta
funcionalidad estética, de insólita extrañeza, el poeta conceptualiza el
alcance que tiene la palabra “palabra”: La palabra es una columna rota de
jirafa que está partida en dos sobre la tierra. Un pájaro moribundo como tu pie
fuera de mi sábana”.
Y un pie fuera de la sábana es el
que visualizamos en cada uno de los poemas de quemante carga erótica que en
considerable número se apuntan en este El libro de la enfermedad. Descargas
erotizadas y de inevitable poder erotizante convergen, con verbalidad seductora,
en el apartado El pez de mi cuerpo, en el que el sujeto lírico hace gala de una
contorsionada soltura sensual, la propia de una criatura acuática que se
desplaza por las corrientes impredecibles de las intimidades secretas.
Con delectación sibarítica, el
poeta configura cuadros amatorios en cuyo interior brilla lo siniestro
engarzado a lo lascivo: “Acaricia y saborea mi corazón asesino y dime cuántos
años me quedan”.
Reflexiones lapidarias sobre
Dios, la literatura, el amor, el tiempo y, desde luego, la muerte, son vertidas
a través de una prosa poética a veces cruel, aunque siempre reconociblemente
estética, atravesada por un hilo de dolor que como un sollozo permanente
subyace en las entrañas más llagadas y purulentas del texto.
El libro de la enfermedad, es,
sin discusión alguna, uno de los más sobrios y acabados discursos líricos de
los que puede vanagloriarse, con orgullo legítimo, la literatura ecuatoriana de
estos últimos tiempos.
Sonia Manzano
Noviembre, 2013
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