Por Reinaldo García Ramos* No es nada usual en estos tiempos que un buen poeta de 28 años confiese, sin ambages ni subterfugios, su obsesión por la transitoriedad y el deterioro. La poesía que los jóvenes entregan a esa edad hoy en día suele afincarse, por el contrario, en las pasiones espontáneas y el azar cognoscitivo, o incluso en dudas multiformes sobre los placeres y el conocimiento, pero no en la contemplación del desgaste orgánico de los cuerpos y la caducidad de las verdades humanas. En cambio, el escritor ecuatoriano Augusto Rodríguez (Guayaquil, 1979) nos revela en su último libro [1] un interés casi exclusivo por esos terrenos del escepticismo existencial y nos entrega un testimonio convincente de sus experiencias menos esperanzadas, sin disculparse por ello ni atenuar la intensidad de sus quejas. Y sin embargo, no estamos ante un poemario lastrado por la amargura o el derrotismo, sino realzado por la sobriedad y la ironía, y esto último le confiere su magnitud especial. E...