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La irónica embriaguez de un dinosaurio


Por Reinaldo García Ramos*

No es nada usual en estos tiempos que un buen poeta de 28 años confiese, sin ambages ni subterfugios, su obsesión por la transitoriedad y el deterioro. La poesía que los jóvenes entregan a esa edad hoy en día suele afincarse, por el contrario, en las pasiones espontáneas y el azar cognoscitivo, o incluso en dudas multiformes sobre los placeres y el conocimiento, pero no en la contemplación del desgaste orgánico de los cuerpos y la caducidad de las verdades humanas.

En cambio, el escritor ecuatoriano Augusto Rodríguez (Guayaquil, 1979) nos revela en su último libro
[1] un interés casi exclusivo por esos terrenos del escepticismo existencial y nos entrega un testimonio convincente de sus experiencias menos esperanzadas, sin disculparse por ello ni atenuar la intensidad de sus quejas. Y sin embargo, no estamos ante un poemario lastrado por la amargura o el derrotismo, sino realzado por la sobriedad y la ironía, y esto último le confiere su magnitud especial.

Esa ironía, como señala Fernando Nieto Cadena en su prólogo, permite que el libro nos hable con una "graciosa levedad", lo cual constituye por definición un mérito poético. El lector no podrá impacientarse ante el tono quejumbroso en que el autor expone su pesimismo cotidiano, porque ese tono es serio y al mismo tiempo leve; mordaz e implacable, pero al mismo tiempo ecuánime, escéptico. Ambos, autor y lector, se unirán así en un mesurado regocijo, en un punto intermedio entre la queja y la incredulidad, donde le cantarán a un ser virtual, el dinosaurio del título.

Pues la poesía de Rodríguez se inscribe en un ámbito postmoderno, en que el discurso literario tiene siempre un sentido y un contrasentido, una emoción derecha y una emoción a la inversa. Pero también, no lo olvidemos, nos habla con la limpieza y los tonos lúdicos que desde siempre han sido el patrimonio de la poesía epigramática y satírica, desde Catulo y Marcial hasta Charles Bukowski. De este último es uno de los tres epígrafes que abren el cuaderno; los otros dos, significativamente, se deben a Leopoldo Panero y Charles Baudelaire y aluden a los sollozos del ángel en su caída, en su andar paso a paso hacia el infierno.

El cuaderno está estructurado en dos partes: El animal que hay en mí y Esqueletos enterrados. La primera de esas partes es considerablemente más extensa y contiene los textos más despojados y directos del conjunto, en que el autor nos presenta incidentes o aspectos de su vida actual; la segunda parte se adentra en temas más permanentes, o anteriores a esos hechos: a saber, la visión que el poeta tiene de su padre, de su madre, de su propia infancia y de otras circunstancias más generales. Los poemas de la primera parte tienen una estructura más desnuda y expresan la mordacidad y el escepticismo con elementos menos elaborados, mientras que los textos de la segunda parte se asientan en un dramatismo más complejo.

Para ejemplificar ese tono mordaz que predomina en la primera parte, citemos algunos versos del poema Despedida, que cierra esa sección: "Me iré lejos de esas palabras / que se me han clavado / como vidrios en el cuerpo // Me voy a navegar / por la eternidad / que tal vez / no exista (...) No volveré /así me llamen / los dioses", y ahora recordemos algunos versos del poema Adiós padre, que aparece un poco antes en el libro: "Padre me voy / me voy definitivamente / a jugar con la muerte // (...) sí pero aquí te dejo / mis poemas / para que los leas y después / los quemes". La intención irónica se completa enseguida con algo más: "pero antes te darás cuenta, tal vez, / de lo que en vida / te odié". Un cierre enfático, con cierto deseado patetismo, para reforzar el carácter grotesco de la situación: el padre odiado, causante de los versos, será el mejor y el último lector, el que hallará por fin alguna utilidad en lo que decían esos versos.

La segunda sección del libro se abre, precisamente, con una nueva invocación de ese padre, redefinida ahora en un contexto más obvio, pero con emociones más difusas. En el poema Mi padre, el autor presenta el desenlace físico de su progenitor, víctima del cáncer: "Unos ojos blancos y amarillos / inyectados de muerte. / (...) Todos los relojes dan la misma hora / y retroceden el tiempo, / (...) Mi padre murió en una alcoba de hielo / y su cuerpo cada vez se adelgaza, / se empequeñece, se evapora, / se disuelve en el aire vacío de la nada, / la lámpara de la alcoba / juega con la materia de su piel." En esos versos relumbra otra verdad: el padre murió antes de quemar los versos del hijo, antes de saber nada de un presunto odio.

Al concluir la lectura de este cuaderno, mi mayor convicción es que en él no hay retóricas ambiguas ni adornos innecesarios. Da la impresión de que el autor ha "vigilado" sus textos, en lo que cabe, para no permitir que su voz abandone un tono estricto, en que los contenidos esenciales se concentran y endurecen. Curiosamente, de esa virtud indudable proviene también lo que tal vez sería el mayor exceso del libro: su dosis considerable de sustancia narrativa, que por momentos evidencian su raíz objetiva y roban espacio al esplendor lírico. Sin embargo, ese esplendor nunca está ausente del todo, y cuando logra imponerse, se despliega con sencillez en imágenes impactantes: "Mi madre es un río caudaloso / que no tendrá nunca / salida al mar." En mi opinión, la joven poesía de Ecuador tiene en Augusto Rodríguez a uno de sus más firmes poetas.


*
Miami Beach, EE.UU., diciembre de 2007

[1] Cantos contra un dinosaurio ebrio. Barcelona, La Garúa Libros, 2007, 68 págs.

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