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Dos jóvenes poetas mexicanos

Juan Carlos G. Recinos (Pichucalco, Chiapas, México, 1984). Ha cursado sus estudios en diferentes instituciones académicas de Chiapas, Tabasco, Colima y Jalisco. En el 2002 obtuvo una mención honorífica por haber participado en el concurso de POESÍA FIL JOVEN, de la Ciudad de Guadalajara. Ha colaborado en los periódicos “El Correo de Manzanillo”, “El Diario de Colima” y “El Ecos de la Costa” en Colima. “El Sol del Bajío” y el “Correo de Guanajuato” en Guanajuato, y en “El Occidental” de la ciudad de Guadalajara.

TRUENO MARINO

Vago por tus labios, dos paredes desprendidas,

con mi sangre y la luz,

con la sal, el topacio y las espinas.

¿Cuál es tu nombre flor pétrea?

Soy un semáforo rojo, un trueno marino,

el crepúsculo del volcán desnudo.

Sólo mi pecho guarda tu llanto,

anillo de agua de tu corazón.

Cuando de mis copas

brota la espuma del mar de tu gris mirada de hastío,

respira mi corazón y respiran las flores

con tu piel de guanábana madura.

PIEDRA ÁGATA

Cuando la luna salga a florecer, amante,

mis manos como el cristal viejo ascenderán

a seguir tu sombra.

Por encima de pinos y ciruelos,

el universo de pálido dios marino,

va a morir, con los pájaros ciegos.

Las olas serán montañas.

¿Cuánto, amor de piedra ágata

intentó el sahumerio?

Dirás que la armonía del aire, embriagante y sepulcral,

se desplegó.

Crisálida es tu sangre infestada de nomeolvides.

MANOS PÚRPURAS

A Ana Gabriel

Al este, un beso tiembla entre los días.

Tus ojos, flor y piedra.

Manos púrpuras sumergidas en sangre.

Te amo desde que tu frente de peces

extingue al sol y al silencio,

flor pétrea.

Mi corazón en tu garganta, desgrana

las palabras del sauce.

Tu mano desnuda.

Al revés de un silencio nocturno, el corazón, aullido,

gesto detrás de la noche en diciembre.

Dije tu nombre y la voz del espejo rozó mi mano.

Confianza de la violencia de las horas,

he aquí que soy un transeúnte,

tu sal cierra mis ojos.

AL PONIENTE

Existes porque te nombro,

un ave pasajera te reclama.

Líneas de luz sobre el otoño,

escalo la claridad con mis manos desnudas.

Existes en un movimiento de peces de plata,

en un chorro de agua sobre nuestras cabezas.

¿Quién va a preguntar la edad de tu árido corazón?

Y sin embargo existes al poniente,

vuelo de pájaros, ojos de fuego,

delirio del corazón de sombra antigua,

luciérnagas que se congelan, aflicción de sal.

Existes porque te nombro y mi sangre cae en tu piel.

SAL HÚMEDA

Tu nombre significa hoja de árbol,

navío que roza mis labios,

sal húmeda de pasos marinos,

bromelias, dos ojos como planetas en la roca.

Las cenizas del corazón,

son una sombra cerca de mi pecho.

Poemas inéditos del poemario Cantos peregrinos.

Ana Gabriel Castillo Sánchez (Autlán, Jalisco, México, 1988) Estudia el 2do. semestre de Lingüística en la Universidad de Colima. Su trabajo literario ha sido publicado en los suplementos culturales del diario Ecos de la Costa (Altamar) y El Comentario (Destellos), ambos del estado de Colima.

Pero sólo un poco

Contemporáneos, poseídos, locos,

sometidos a la eternidad de su férrea vida moderna;

que van al ritmo de la tecnología.

Ya no encuentran respiro para reponer los envases de su esencia,

se conforman con los sorbos de la Web

y un paseo por los buscadores.

Se acabó la contemplación del todo y de la nada,

están comprimidos al momento;

la estática se apoderó de ellos

y enfrente, la escuálida cara del monitor.

¡Ay, contemporáneos! ¿Qué vamos a hacer?

Si entre faxes mal enviados, e-mails añorados

chats globalizados y enlazados;

encuentran tiempo para auto imprimir las palabras escaneadas en los ayeres del ayer.

Entonces, y sin más tendré que confesar,

que yo he caído un poco, pero sólo un poco

a las redes mundiales.

Cuando ya no haya esperas

Te esperaré cuando no haya nada sobre mis manos

y el viento no me provoque frío,

cuando en tu sombra descolorida te disfraces

de humano, de niño, de hombre y de anciano

y camines por la orilla del mar

dejando tus huellas deformadas en la arena.

Cuando mi sed se haya saciado

con la última gota del rocío y del ámbar suicida de tu boca,

y entre mis parpadeos te pierda de vista

y me piense ciega.

Tú me esperarás cuando vuelva todo

cuando hablemos sólo con miradas

y escuchemos las palabras sin sonido.

Te esperaré tal vez cuando el calor me haya derretido,

y necesite que retengas

mi indefensa alma y le des respiración a pequeñas dosis.

Mejor nos vamos a esperar

en el próximo invierno,

cuando estemos congelados y nada nos duela

cuando ya ni el tiempo nos cale

y en nuestras bocas ya no se guarden esperas.

Inertes

Van caminando,

pisando sus desgastadas rodillas,

laceradas por el carbón de una jornada,

fragmentadas sobre las piedras afiladas de la inequidad;

en una estación, en un vagón, en un túnel

en cualquier callejón oscuro

Cargados de unas moronas de pan con sabor a dolor

y a caño destapado en domingo.

Unos cuantos canes y sus pulgas son la compañía

en cada sobreviviente y desértico día,

sus lenguas sedientas hablan otras frases,

pronuncian inertes palabras que nadie escucha.

Llenan sus labios de quejidos secos

que le imploran al vacío

les devuelva el hilo de la vida.

Muerta ya, descansa la esperanza de que florezca la rosa

en esta primavera

y el polen les produzca más alergia.

Sólo Dios es testigo,

sólo Él escucha los sollozos en su soledad,

sólo del Creador y de más nada pueden atragantarse.

Peregrinar

En cualquier tarde repentina

de cualquier día de marzo

de cualquier soplo instantáneo,

llévame hacia donde nace el viento tibio y vacilante

hacia donde el sol se funde contigo

en una gota,

en un trébol, en una duna intacta.

Hacia el calor de tus manos

hacia el dolor de tu noche

donde cuestionas a tu sombra sin voz

donde el maullido del gato te da las buenas noches

donde la luna te canta cantos de cuna

y te asomas en un bostezo,

hacia ti,

hacia donde estás tú.

Sí, alguna vez

Existió un punto en mi cabeza

y entonces existió mi infancia

-infancia-

pude saborearte en los caramelos de la abuela,

en el flan napolitano de mi madre

en los “sí” de los permisos sabatinos de mi padre

cuando

te comía en la verdura picoteada.

Exististe

en la urticaria colectiva de los juegos y las risas,

entre los olotes, la tierra y la grava

entre las ramas de los almendros

y las caídas en el lodo.

En la invisibilidad de los charcos.

En la lluvia y las ciruelas aplastadas por el llanto.

Exististe.

Sí,

alguna vez.

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