Por Fernando Cazón Vera
Para ser coleccionista hay que ser necesariamente obsesivo. Además de paciente y dedicado, por supuesto. Y no perdonar una sola “fuga” de algún elemento que forme parte de la larga cadena que se encarga, a veces consagrándose a la tarea toda una vida, de construir o establecer. Y es que en esta manía, ya que no es oficio ni profesión, hay que jugársela por entero en la más variada gama de opciones. Porque hay desde los que, más tradicionales y hasta ortodoxos, coleccionan estampillas o monedas, que son los filatelistas y numismáticos, hasta los que se dedican, digo yo, a recoger cadáveres de hormigas o cinturones de castidad ( usados, abusados y trampeados, por supuesto) o mensajes lanzados al mar dentro de una botella.
Pablo Neruda, el gran poeta chileno de los Veinte poemas de amor y de La exiliada de Paita, en donde la cantó a nuestra Manuelita, fue un personaje que, afectado por esta pasión “recogedora”, se convirtió en un coleccionista múltiple, contrastando con la mayoría que, como los que se gradúan de médicos o abogados, se especializan en algo concreto. Y es que el gran lírida que vivió su infancia en la lluviosa Temuco, dejó en sus varias residencias que tenía en Chile, sobre todo en Isla Negra, la prueba de esa afición incontenible y compulsiva que es mejor calificarla de pasión. De esa pasión que competía con la poderosa y persistente musa que le inspiró tantos temas, poemas, estilos y libros en el género del dios pan. Y es que Neruda como poeta y como coleccionista revela el mismo temperamento o manera de ser. Y, por supuesto, la misma decisión de revisarlo todo. Y probar de todo con una curiosidad insaciable (“Nada de lo que es humano me puede parecer extraño, decía el filósofo Terencio).
Así, como literato que se expresó a través de versos, imágenes y metáforas, fue lo mismo romántico, con sus poemas de amor de joven y de viejo, que surrealista con sus famosas y originales textos de los varios tomos de las Residencias en
Así mismo, pues, como coleccionista se dejaba seducir lo mismo por un mueble viejo que por un mascarón de proa, por un candelabro que por un libro incunable, por un cuadro naturalista o abstracto que por un manojo de pesadas llaves medioevales. Se recuerda, por ejemplo, que a su paso por Guayaquil casi pierde la nave que lo llevaba de regreso a su país natal por usar su precioso tiempo en convencer al dueño de un sillón tropical del siglo antepasado que finalmente adquirió.
El calificativo de “oceánico” que se le dio y se le sigue dando a este Pablo americano le calza, entonces, como anillo de al dedo, tanto para su trabajo poético, vasto y variado, como para su manía de coleccionista que no se paraba en pelos para conseguir una pieza más para su múltiple colección de cosas ya inútiles pero que felizmente caen en manos preservadoras de maniáticos con aspiraciones de convertirlas en eternas.
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